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Vida del Profeta Mahoma y los primeros años del islam (El Kalam)

  • sebastiancote-pabo
  • 1 mar 2022
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 10 mar 2022


Decía Borges en cierta ocasión que la narrativa religiosa representa el mejor y más ingenioso de todos los géneros literarios. En efecto, los relatos en torno a la vida del profeta del islam confirman en grado sumo la afirmación del escritor argentino. Se dice, por ejemplo, que Mahoma nació circuncidado y que en el momento de su nacimiento había tanta luz que su madre pudo ver los castillos de Siria. Mahoma nace además en el año en el que el Reino de Etiopía pretende conquistar La Meca, pero milagrosamente el elefante de guerra que encabeza la expedición bélica, se detiene antes de entrar a la ciudad, se tumba en el suelo y rehúsa a continuar la marcha. Por eso la tradición musulmana acuñó al 570 como el año del Elefante. Los portentos continúan: siendo Mahoma niño, unas figuras angelicales aparecen de repente y arrancan su corazón para limpiarlo y purificarlo con nieve. Ibn Ishaq, uno de los más importantes biógrafos del Profeta, señala que en el año 628, Mahoma remite tres cartas destinadas al emperador bizantino, al emperador persa y al negus de Etiopía, en las que les exige a cada uno la conversión inmediata al Islam. Sólo el negus logra ser conmovido por el mensaje, con tan mala suerte que al querer transmitir las buenas nuevas de su conversión, envía a la Península Arábiga hasta sesenta embajadores y todos ellos perecen ahogados en el mar.

Más allá de estos maravillosos relatos literarios, si lo que nos concierne es estudiar la vida y obra de Mahoma con cierta profundidad, tenemos que entender cómo era la vida en la región del Hijaz (literalmente “barrera”) antes del 610, año en el que Mahoma recibe la revelación del Arcángel Gabriel. La Meca era para ese entonces no ese lugar remoto que suponemos, sino por el contrario, un centro de comercio muy vivo y agitado. Prácticamente La Meca monopolizaba todo el comercio que fluía por el Mar Rojo, desde el Océano Índico hasta el Mediterráneo. Por eso cuesta trabajo creer el relato de la tradición musulmana que enfatiza el analfabetismo de Mahoma, pues todo mecano necesitaba leer y escribir para poder comerciar. En la tradición del Islam se subraya el analfabetismo del profeta para acentuar el hecho milagroso de que un ignorante trajese al mundo el Corán y que fuese imposible para Mahoma haber copiado el libro sagrado de una revelación previa, sea esta la Torá o el Nuevo Testamento.

Lo cierto en todo caso es que Mahoma sí arma un complejo rompecabezas tomando retazos de aquí y de allá. En su prolongado contacto con las comunidades cristianas y judías de la península, el profeta del Islam logra hacer un formidable acopio de ideas que adapta para configurar un nuevo credo: toma por ejemplo, de la celebración judía del Yom Kippur, la práctica del ayuno que originalmente tendrá lugar el décimo día del primer mes, pero luego ocupará un mes entero; de las tradiciones cristianas orientales adopta a su vez el ritual de oración y vigilias[1]; la noción de que Dios no descansó el séptimo día de la Creación y por lo tanto el sábado no debe considerarse un día de inactividad, la encuentra Mahoma en las enseñanzas del padre de la Iglesia San Efraín de Siria. Incluso en la descripción que hace Mahoma de su viaje extático hasta Jerusalén y de su posterior ascenso a los cielos, encontramos elementos típicos de las representaciones místicas judías, de aquellos iniciados que usualmente se toparon con la imagen de los llamados “siete cielos”.

¿En dónde reside entonces la originalidad del profeta? La vida en la Arabia pre-islámica se decantaba fundamentalmente en el mantenimiento de la unidad tribal y de sus valores. En este contexto, la venganza era la única manera de salvar el honor tribal y garantizar la seguridad en una región que carecía de una autoridad central. Aunque sin duda el sistema ojo por ojo-diente por diente era brutal, aportaba una cierta estabilidad. Pero así como Platón le proporcionó a los griegos carnales y apasionados algo que no tenían -una filosofía que recomendaba desconfiar del cuerpo- así Mahoma va a otorgarles a los árabes algo que tampoco tienen: unidad. Antes de morir, Mahoma consigue unir buena parte de las tribus de Arabia en una sola comunidad, la umma o comunidad del islam. Matarse por el honor es ahora una práctica salvaje, representativa únicamente de la época anterior al islam, del período de la Jahiliya (“barbarie” no “ignorancia” como se suele traducir erróneamente).

Para explorar la compleja personalidad del Profeta, hemos de hacer referencia a dos etapas cruciales de su vida: la de La Meca y la de Medina, ambas claramente reflejadas en el conjunto de las 114 suras coránicas. Una vez recibida la revelación en 610, Mahoma predica en La Meca con un elevado espíritu escatológico, llamando a todos al arrepentimiento porque el día del Juicio final está cerca, preocupado más por los asuntos del más allá que por los fines terrenales. Todo lo contrario ocurre durante su exilio en Medina a partir del 622. Aquí emerge el carácter mundano de Mahoma; su discurso profético se diluye en la prosa cotidiana; Mahoma empieza a plantear reglas para cada una de las circunstancias de la vida e incluso sus preocupaciones personales pasan al ámbito de la revelación.[2]

Fueron estas notorias contradicciones de la personalidad de Mahoma las que dieron pie a los fascinantes debates teológicos que se presentaron luego de su muerte en el año 632. El primer problema, sin embargo, fue el de encontrar un sucesor de Mahoma (Califa). En este momento la opinión se divide en tres: los llamados sahabba o “Acompañantes” piensan que uno de ellos debe ser el legítimo sucesor; la familia del profeta no está enteramente de acuerdo con esta idea y consideran que un miembro del clan de Mahoma, del clan Hachemí, debe convertirse en Califa. El tercer grupo está conformado por unos extremistas conocidos con el nombre de Khariyies, “los que salen” quienes básicamente aducían que el sucesor tenía que ser el más puro y perfecto creyente, así este fuera literalmente, un esclavo etíope con la nariz chata.

Son los Khariyies los que van a poner sobre la mesa uno de los más álgidos temas de los primeros debates: el destino del pecador. Para los fanáticos piadosos Khariyies todo pecador independientemente de su fe, debía quedar automáticamente excluido de la comunidad de los creyentes. Por otra parte, el establishment oficial, conformado originalmente por los Acompañantes del Profeta quienes al final ganaron la partida al hacerse con el califato y con el tiempo formaron una dinastía (la dinastía omeya), promovieron un movimiento teológico de auto-legitimación conocido con el nombre de murjia, “los que aplazan”. Contrario a los khariyíes, la murjia proclamaba que la fe era el componente definitorio del creyente y que por lo tanto sus pecados no eran razón suficiente para separarlo del resto de la comunidad. Un tercer grupo conocido como la mutazila “los que se separan”, aparece en esta disputa adoptando a este respecto una posición neutral. La mutazila, grupo que me propongo analizar a continuación, argumentaba que no era necesario excluir al pecador porque tarde o temprano éste recibirá su justo castigo en el más allá.

El debate sostenido por los heterodoxos de la mutazila contra el movimiento teológico de los omeyas, la murjia, es el núcleo de este texto. Dicho debate da inicio a un sistema de filosofía de la religión que, conocido como Kalam, nace en el seno del islam durante el siglo VIII. El Kalam puede ser definido como la aspiración de proveer la religión de argumentos racionales; es el hecho de aceptar las doctrinas religiosas como verdades indiscutibles y luego convertirlas en sujetos de debate, para presentar dichas doctrinas como fórmulas racionalmente admisibles. Aquí empieza la actividad de teología especulativa en el mundo musulmán, con una intensidad inédita e insospechada que va incluso a volver célebre el relato que retrata a Dios en el cielo discutiendo y ponderando los argumentos de los teólogos. Según esta tradición, Dios mismo está al tanto del desarrollo de los debates pues es su espectador privilegiado, y con mucha curiosidad estudia e investiga Él mismo la ley. Lo fascinante del tema es que tanto los teólogos de la mutazila como los de la murjia, encontraron ambos en el Corán y en la tradición oral del profeta, numerosos argumentos para defender sus tesis.

En este punto podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los profetas no son teólogos. En efecto, Mahoma jamás imaginó la repercusión en el tiempo que podía tener su propio carácter, a veces neurótico, probablemente bipolar, ciertamente tornadizo, complejo y lleno de matices indescifrables que dejaron perplejos a ortodoxos y heterodoxos. El debate entre la mutazila y la murjia giró básicamente en torno a tres ejes: Justicia y Unidad de Dios, y la naturaleza del Corán. Las peculiaridades de la mutazila pueden comprenderse mejor si nos enteramos de quienes fueron los muy singulares personajes que fundaron este movimiento[3]. Los teólogos de la mutazila abrazaron al Mahoma apocalíptico de La Meca, a ese profeta que defendía con fervor el libre albedrío pues cada quien tenía que elegir el camino de la salvación o de la condena ante la llegada inminente del final de los tiempos. En efecto, para la mutazila Dios tiene que ser necesariamente justo, premiar a ese hombre moral que es totalmente libre, responsable y capaz de forjar su propio destino.

Por el contrario, los Omeyas acudieron al Mahoma de Medina, aquél que profesaba la predestinación y el determinismo basados en la omnipotencia abrumadora de Dios y su presencia permanente en todos los acontecimientos del mundo. Todo acto humano, sea este bueno o malo, moral o inmoral, está inevitablemente guiado por Dios. Aprovechando la opinión de algunos exégetas que al toparse con dos versículos coránicos contradictorios entre sí, declaraban que el versículo compuesto en fecha posterior abrogaba al anterior, los Omeyas encontraron la excusa perfecta para defender la versión medinesa del Profeta. Los Omeyas que se habían dedicado más a la política que a la fe, que sabían muy bien que no eran un ejemplo de piedad, y que sabían que los grupos heterodoxos los estaban precisamente juzgando por la manifiesta corrupción de su régimen, encontraron en las suras de Medina la mejor prueba para argumentar que su mandato estaba predestinado en el decreto eterno de Dios. Mientras que los Omeyas, o más bien sus secuaces los teólogos de la murjia, sostenían que lo bueno es necesariamente bueno porque Dios lo ha prescrito, la mutazila aducía que la razón era el único instrumento para discernir entre el bien y el mal (una “razón” que, dicho sea de paso, se tornó inquisitorial cuando en ciertos periodos algunos califas abrazaron la doctrina de la mutazila).

Este primer gran debate teológico del islam puede ilustrarse con el soneto “Ajedrez” de Borges. En efecto, el ajedrez se opone al fatalismo y al determinismo, no admite los dados ni el azar. Resulta así sorprendente que, en el contexto de la conquista de Persia, los árabes musulmanes hayan acogido el ajedrez con tanto fervor, pues el juego lanza a gritos un mensaje completamente contrario al de la ortodoxia Omeya. Luego los árabes llevan a España el escaque para engordar aún más la lista de los llamados “heterodoxos españoles”. Tal vez los árabes musulmanes aceptaron el ajedrez por su obvia connotación militar como modelo de guerra, o quizás porque, en última instancia, concibieron al ajedrez como un juego fatalista, tal y como lo pinta Borges en la segunda parte de su soneto:

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada reina, torre directa y peón ladino sobre lo negro y blanco del camino buscan y libran su batalla armada. No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada. También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y de blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?



Piezas mozárabes de San Genadio conservadas en el Bierzo, Castilla y León. Estas piezas de ajedrez datan del s. IX.

El segundo gran tema del debate teológico es el de la Unidad de Dios. Con el fin de conservar la idea monoteísta de la forma más pura, la mutazila niega todo atributo de Dios. Asignar atributos a Dios es introducir multiplicidad en el Ser indivisible y Uno. En realidad lo que hacen es concebir los atributos divinos, no de la forma convencional en la que se cuentan hasta 99, sino como rasgos indivisibles de Dios y no distintos de Él. En este momento surge el asombroso fenómeno de la intermediación teológica. Dos escuelas en particular se fundan con el único propósito de buscar una vía del medio para la disputa entre ortodoxos y heterodoxos. Después de muchas controversias y álgidas discusiones, las escuelas intermedias llegaron a la conclusión que Dios tiene atributos (pues así lo dice el Corán), pero no se puede decir que los atributos son idénticos a Dios o que son distintos de su esencia.

No obstante, al final prevalece la concepción ortodoxa que a este respecto fue mucho más elaborada y sofisticada que la de cualquier escuela teológica. Para la ortodoxia negar los atributos divinos equivale a herejía pues en el Corán éstos aparecen explicitados. El principio de Unidad representa además caer en una trampa en la que, al despojar a Dios de todos sus atributos, se le está simplemente evacuando del Cosmos. Esta disputa nos lleva automáticamente al tercer tema del debate: la naturaleza del Corán. Resulta que para los ortodoxos del islam hasta el día de hoy, el Corán no es creado por Dios sino que es precisamente uno de sus atributos. El Corán es coeterno a Dios porque es su discurso, su palabra, su logos en términos filonianos, su Verbo en términos cristianos. La reacción de la mutazila no se hace esperar. Indignados exponen la idea de que admitir la existencia de una entidad eterna junto a Dios es lo mismo que destruir la noción de Unidad del Creador. Dios no puede sino crear el Corán, porque pensar que el Corán es su discurso o su voz es representar a Dios de una forma antropomórfica, pues para tener voz, Dios tiene que tener necesariamente un cuerpo. Para la mutazila era una perfecta aberración el hecho de concebir a Dios como un ser antropomórfico. Cada vez que en el Corán se mencionaba alguna parte del cuerpo de Dios, los heterodoxos sostenían que dichos pasajes había que interpretarlos alegóricamente. En cambio, las escuelas que se fueron formando con el tiempo para nutrir el discurso de la ortodoxia, defendieron las interpretaciones literales alusivas a la figura de Dios, y aún afirman que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza a fin de poder contemplarse a sí mismo como en un espejo.

Sólo durante el mandato del Califa Ozman (644-661) se puso el Corán por escrito de manera sistemática y se produce una copia estándar del texto que se envía a las principales ciudades en territorio musulmán. Desde la muerte del Profeta hasta el reinado de Ozman, el Corán se fue transmitiendo oralmente. Después de la muerte de Mahoma no hay una versión lista del Corán porque de nada vale un libro si el día del Juicio está cerca. Sin embargo, los pocos hombres que se han aprendido de memoria el Corán están muriendo en la guerra y por eso se decide finalmente poner el legado de Mahoma por escrito. Entre tanto, la complejidad de los debates produjo ciertas conclusiones que al Occidente católico bien le hubiera servido estudiar durante el tormentoso siglo XVI. Mientras que en el siglo VIII, los debates cristianos aún giraban en torno a la naturaleza de Cristo, ya el Islam había tratado y casi que solucionado el tema correspondiente a la fe y las obras. Los teólogos musulmanes plantearon la idea de que un incremento o disminución en las obras supone un cambio análogo en el dominio de la fe. Esta idea podría haberse convertido en un préstamo teológico que el clero cristiano hubiese podido emplear eficazmente en sus concilios para contrarrestar a un eufórico y poco conciliador Lutero.

Podemos claro está, aprender mucho de la vertiginosa evolución musulmana en el ámbito de la dialéctica de lo sagrado. Lo que no se puede es establecer un diálogo interreligioso cristianismo-islam porque siempre van a existir tres barreras infranqueables: la concepción de Dios (que no puede adoptar ninguna forma humana), de libro sagrado y también en torno a la figura de Abraham (todos estos temas a tratar en un próximo escrito). Sólo en el plano místico y no literal o dogmático, es posible llegar a conclusiones similares, a importantes convergencias.




[1] En aquella época en efecto era costumbre para los cristianos orientales el lavado previo a las genuflexiones y postraciones propias de cada oración. [2] Los Acompañantes (Sahabba) de Mahoma fueron testigos asombrados de este sorprendente giro. Incluso en una ocasión, uno de los Acompañantes, de nombre Abu Ruhm al-Ghifari, golpeó sin querer la cintura del Profeta con la montura de su camello, causándole gran enojo a Mahoma. Era tanta la obsesión de Mahoma por las cosas mundanas en ese momento, que Abu Ruhm, presa del miedo, llegó a pensar que se dedicaría un pasaje del Corán para relatar este episodio. [3] Para empezar, se dice que Wasil ibn Ata era incapaz de pronunciar la “r” pero podía dar largos discursos desprovistos de erres. Amr ibn Ubayd, cuñado de ibn Ata, estaba plenamente convencido de que había un infierno especial para él, vestía siempre como si estuviera en el funeral de sus padres y, según algunas fuentes, peregrinó cuarenta veces a La Meca. Ambos eran ascetas.



 
 
 

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