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Un Asunto de Honor

  • sebastiancote-pabo
  • 12 abr 2023
  • 5 Min. de lectura

Mientras algunos analistas insisten en afirmar que buena parte de los conflictos en Medio Oriente obedecen a una naturaleza estrictamente política, los fanáticos de primera línea enfatizan con violencia su carácter religioso, como aquel suicida palestino inmolado en la pizzería Sbarro preguntando horas antes del ataque si en el restaurante habría judíos ortodoxos. ¿Quiénes tienen razón? Ambos, pero solo parcialmente.


En entrevista con Yamid Amat, por ejemplo, el profesor Víctor De Currea-Lugo sostiene que la pelea entre sunnitas y chiitas es más de orden político que religioso. Si esto es correcto, ¿para qué se tomaban los chiitas el trabajo de fabricar discursos de auto legitimación religiosa tan complejos, mezclando incluso elementos zoroastrianos y neoplatónicos que los diferenciaran de los sunnitas? En este caso, la religión no se encuentra en un segundo plano porque es uno de los vehículos de legitimación que, para el caso chiita, termina siendo muy intrincado y sofisticado. Dice también en esta ocasión De Currea-Lugo que, en cuanto doctrina, sunismo y chiismo son exactamente la misma religión. No es cierto. Hay principios teológicos fundamentales para el sunismo que el chiismo rompe de tajo: la Declaración de Fe es radicalmente distinta ("No hay más Dios que Dios y Alí es su ayudante"), Mahoma no es el Sello de los Profetas y hay sectas chiitas que han llegado a afirmar que Mahoma no es sino el velo de Alí por lo que el ángel Gabriel se equivocó al entregarle el mensaje a Mahoma. Nada de esto es insignificante y por eso el aspecto religioso tiene en este caso un peso que no es conveniente ignorar.


De Currea-Lugo menciona igualmente en dicha entrevista que ISIS es una propuesta política, militar y jurídica, y sus miembros personas que utilizan el dogma de la religión como excusa. Sí y no, si tenemos en cuenta ese frito tan variado que en su momento compuso a ISIS. No obstante, si el tema político es aquí el imperante, ¿para qué ensañarse tanto con las comunidades curdas yazidíes? ¿Solo para arrebatarles sus tierras? ¿Por qué los curdos resolvieron en un momento determinado formar batallones femeninos o, ante la escasez de mujeres, ir maquillados y con pelucas a combatir a Daesh? Porque cada vez que un combatiente de ISIS veía a una mujer en el bando enemigo, huía despavorido ya que de ser asesinado por una mujer no moriría como mártir y no disfrutaría de las 72 vírgenes del paraíso. ¿Es esto puramente político?


Los conflictos en Medio Oriente tienen muchas aristas, una de ellas definitivamente política. Sin embargo, señalar únicamente los aspectos políticos (o decir que un tema es político cuando no lo es) es dejar cojo el análisis y es no pensar en términos medio-orientales. Factores de cuño económico, religioso, social, político y teológico, suelen aunarse para formar recetas siempre explosivas. Ahora bien, si hilamos aún más fino podremos observar ese ingrediente visceral que, especialmente en esta región, es el más eruptivo de todos. Me refiero al concepto del “honor”, particularmente el honor tribal.

En 2019, el profesor De Currea-Lugo publicó un excelente libro titulado Siria: donde el odio desplazó a la esperanza, en el que aparecen fragmentos de una entrevista realizada por el autor a un experto en estudios islámicos llamado Marwan Shehadeh. Shehadeh explica que el auge de los “grupos radicales islamistas” deviene de la gran decepción de la gente sobre sus gobiernos:


Esto los hace estar listos para pelear por lo que creen justo. No se trata de adoctrinamiento religioso en extenso, sino más bien de un sentimiento interior, una pasión, que les es suficiente. Por eso no abrazan un islam tradicional, sino un islam radical.

En este punto De Currea-Lugo roza, acaricia, intuye el problema de fondo, pero al final no da en el blanco. Esta pasión, este sentimiento interior del que habla Shehadeh, es precisamente el honor (sharraf en árabe) que ni se pesa ni se mide, ni es científicamente cuantificable, pero que es indispensable para el análisis. Revisemos un poco de historia.


Así como Sócrates quiso darle a un pueblo carnal y apasionado como el griego algo que no tenía, la filosofía, lo mismo Mahoma quiso darles a los árabes algo que no tenían: una

noción de unidad y un freno a las disputas tribales. En los días del Profeta del islam la visión moral árabe giraba en torno a la observancia de los deberes relacionados con los vínculos tribales, y al cumplimiento de la ley de venganza de sangre (ojo por ojo, diente por diente) para salvar el honor. Mahoma aparece entonces para decirle por primera vez a la gente de la Meca y a los habitantes del desierto que perdonar no es una debilidad sino una virtud, que el Corán le asegura el cielo al que controla su ira. De esta manera, el Profeta desecha el principio tribal y acoge el principio de unidad en torno a la profesión de una fe en común. A pesar de que Mahoma logra componer la comunidad del islam (umma), su éxito es relativo pues las disputas tribales por el honor se perpetuaron con mayor o menor intensidad en el seno de la umma hasta nuestros días.


Una vez muerto Mahoma, las disputas tribales se disfrazan con el ropaje de la religión y adoptan en su superficie el lenguaje islámico. Primero empieza el enfrentamiento entre las tribus de la Meca y Medina. Luego, con las conquistas árabes y las conversiones masivas al islam, aparecen los musulmanes no árabes (mawali) que van a ser discriminados por los conquistadores. Ante tal discriminación, la reacción de los nuevos conversos es absorber la cultura árabe para asimilarse rápidamente. De este modo, el sentimiento de orgullo y honor tribal se extiende por casi todo el orbe islámico. Por ejemplo, los persas escriben poemas contra los árabes en los que se percibe mucho orgullo tribal, al punto de que un famoso poeta persa llega incluso a jactarse de ser descendiente de la tribu de Rustam. Los persas consiguen así contraatacar usando las armas típicas árabes: poetas, orgullo tribal (se inventan genealogías ficticias) y un árabe impecable.


Este honor, que se presenta de una forma muy similar a la virginidad femenina, emplea aún en nuestros días el lenguaje religioso como vehículo de expresión. Por eso en una región abrumadoramente musulmana como Medio Oriente es muy difícil que surjan líderes al estilo Gandhi o Mandela que puedan pensar más allá de su propio cuerpo. Siempre se impondrán consideraciones tales como: “tenemos que ser fuertes porque de lo contrario seremos engullidos”; “hemos de responder con fuerza a la fuerza para salvar el honor”; “no seré yo el traidor que mancille el honor y la dignidad de mi pueblo, así el costo sea el de hipotecar el futuro de las generaciones futuras”.


Cuando en el año 2000 Ehud Barak retira la tropa israelí apostada en el Líbano, se produce como resultado el colapso de las negociaciones de paz entre el gobierno laborista y Yasir Arafat, y el estallido de la Segunda Intifada. ¿Por qué? Arafat pensó que Hezbollah había recuperado su honor al expulsar a Israel del Líbano y era hora de que los palestinos pudiesen también recobrar su honor. Así, la noche misma de la retirada del Líbano, Arafat empieza a planear la Segunda Intifada.


En una ocasión Eyad Saraj, siquiatra palestino, se dirige a Ami Ayalon, quien en ese momento ejercía como director del Shin-Bet, y le dice que se ha llegado a un equilibrio de poder entre palestinos e israelíes: “Por cada F-16 de ustedes, nosotros tenemos un suicida que se inmola”. Esta afirmación refleja claramente la lógica revanchista, la dinámica del “ojo por ojo, diente por diente”. Sólo se podrá hablar de paz cuando el honor haya sido restaurado, pero en este caso, "¿cómo puede haber honor si se apoderaron de nuestra casa y nos dejaron sólo el baño?"

 
 
 

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