Druzia
- sebastiancote-pabo
- 1 mar 2022
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Hay en el Medio Oriente levantino una comunidad religiosa cuyos creyentes se autodenominan muwahhidun (“los que proclaman la unidad de Dios”). Mejor conocidos como “drusos”, esta comunidad cuenta con poco más de un millón de almas repartidas en algunas regiones de Siria, el Líbano, Israel y Jordania. Uno de los primeros testimonios de la existencia del pueblo druso fue proporcionado en la segunda mitad del siglo XII por Benjamín de Tudela. Efectivamente, en uno de sus periplos por el Medio Oriente y con cierto atisbo de sorpresa, el viajero español observó que la mayoría de los Darazyan habitaban en las montañas. Aún hoy el grueso de la población drusa vive relativamente aislada en las zonas montañosas de la Alta Galilea, la meseta del Golán, la Montaña de los árabes (o llamada también Jabal al Duruz, la Montaña de los Drusos), la cordillera del Antilíbano y la región del Monte Líbano. Esto se debe a que en su calidad de minoría, las relaciones de los drusos con su entorno han sido a menudo hostiles y problemáticas. Igualmente, vivir en las montañas le ha garantizado a esta comunidad la celosa custodia de los secretos de su fe.
Como el nacimiento de cualquier otra religión, el origen de los drusos está encerrado en el misterio. En una época especialmente pródiga en mesianismos, el joven al-Hakim, sexto Califa de la dinastía egipcia Fatimí, fue proclamado en 1017 como el Mahdi del Islam chiíta septimano. Los detalles de la historia de los septimanos poco interesan ahora. Basta con decir que algunos vieron en este personaje al Mesías, a la última revelación humana de Dios. En 1021, para el desconcierto de muchos, al-Hakim desaparece sin dejar rastro alguno y sus propagandistas comienzan a difundir la idea de que aquel ocultamiento es una prueba de fidelidad a sus adeptos. El hecho es que el joven Califa se esfumó para siempre, pero sus seguidores siguen creyendo que regresará. La historia bautizó a este puñado de individuos con el nombre de drusos, quienes desde ese entonces y hasta el día de hoy han llevado a cuestas el calificativo de apóstatas (murtaddin). En efecto, la ortodoxia musulmana rechazó con vehemencia la nueva “secta” en parte por las excentricidades y los excesos del Califa Fatimí. Vale la pena mencionar entre otras cosas que al-Hakim ordenó la destrucción del Santo Sepulcro (1009), quemó los rollos de la sinagoga de Jerusalén y obligó a los musulmanes a pronunciar su nombre en lugar del nombre de Dios durante el rezo del viernes. De la misma manera, resulta un tanto peculiar lo que en palabras de Shlomo Goitein fue la “repulsiva” prohibición del consumo de mulukhiya (planta de la familia de las malváceas muy apetecida aún en las cocinas del Medio Oriente), pues al-Hakim creía que dicha hierba aumentaba el deseo sexual y eso podía ser especialmente problemático. Lo cómico del asunto es que cuando se le pregunta por este curioso episodio a aquel druso que no es religioso y que no está muy al tanto de la historia, la respuesta más frecuente es que al-Hakim se fue de bruces tras resbalarse con la mulukhiya y en un ataque de ira la proscribió.
En términos muy generales, los drusos están divididos en dos grupos: religiosos o sabios (uqqal) y simples o ignorantes (juhhal). Los primeros no superan el 10% de la población y son fácilmente reconocibles por su atuendo: bigotes poblados, cabezas rasuradas y pantalones bombachos (llamados shirwal, al parecer una herencia otomana) son características de la apariencia masculina. Hombres y mujeres visten trajes de un azul muy oscuro y llevan sobre sus cabezas un velo (naqab, en el caso de las mujeres) o un gorro mediano (reemplazado en determinadas ceremonias por un turbante) de color blanco. Los drusos creen que la cabeza es la morada del alma y que debe cubrirse de blanco con el fin de resguardar al espíritu y preservar su pureza.

Otro de los relatos consignados por Benjamín de Tudela en su Libro de Viajes (Sefer masaot) está relacionado justamente con la idea que del alma tienen los drusos y de cómo ésta reencarna en un neonato en el preciso momento en que abandona un cuerpo inánime. En efecto, la creencia en la transmigración de las almas constituye uno de los pilares de la teología drusa. El cuerpo es sólo una “cáscara” insignificante y la muerte no representa en modo alguno un suceso trágico. Por eso los drusos no tienen cementerios. Por eso llevar luto está prohibido. Los cadáveres no son sino andrajos que se entierran en fosas comunes y nadie sabe exactamente en qué lugar fueron sepultados sus seres queridos. Ésta noción de la eternidad del alma ha sido completamente asimilada por religiosos y simples, al punto de que el pueblo druso es ya muy célebre por su arrojo y valentía rayana en la temeridad.
Todo druso puede convertirse en religioso siempre y cuando supere una serie de pruebas. Vale la pena decir que no existe ninguna jerarquía clerical y que hay una mayor proporción de mujeres uqqal componiendo ese exclusivo 10 %. Solamente los sabios (y sabias) tienen acceso a las Escrituras Sagradas de su religión (los denominados Libros de la Sabiduría -kutub al-hikma- una compilación reunida en seis tomos de las epístolas redactadas por dos de los más reconocidos propagandistas de al-Hakim). No obstante, Ignaz Goldziher, prestigioso académico del Islam, aclaró que las doctrinas de ésta “secta” no son del todo secretas ya que varios de sus manuscritos se encuentran en colecciones públicas occidentales. En todo caso, un druso religioso podría aducir que si bien los mencionados textos son relativamente conocidos, únicamente los uqqal son capaces de hacer las correspondientes interpretaciones alegóricas para retirar el velo de los símbolos externos (zahir), y así adentrarse en el contenido esotérico de las escrituras (batin).
No existe el proselitismo entre los hijos de al-Hakim y es imposible convertirse a su fe. Se requiere que tanto el padre como la madre sean drusos para que los hijos hereden la religión. Por eso los matrimonios con personas vinculadas a otro credo están prohibidos y son considerados un descarrío, un paso hacia afuera de la comunidad. No existe tampoco ninguna ideología nacionalista ni el deseo de construir un Estado independiente. El concepto de “Druzia” es impensable y sólo sirve de título para este artículo.

En los pueblos de la Alta Galilea que huelen a café con cardamomo (el olor del Medio Oriente) no es extraño ver a sus habitantes beber mate. Esto se debe a que hay algunas comunidades menores de drusos en Argentina y éstas han traído el mate a sus hogares. De ahí el apoyo de muchos drusos a la albiceleste en los Mundiales y en la Copa América. En la Baja Galilea, muy cerca del monte de los Cuernos de Hattin (lugar en el que Saladino doblegó al ejército cruzado en 1187), se encuentra uno de los sitios sagrados más importantes para los drusos: Nabi Shueyb, la tumba de Jetró. Jetró, suegro de Moisés e identificado con el Shueyb del Corán, es una de las figuras centrales en la religión de los drusos por lo que fue su abierta oposición a la idolatría. Musulmanes y drusos consideran a Shueyb un profeta, y su tumba es un lugar de peregrinación para los últimos.

Es importante el papel que los drusos desempeñan en la guerra civil siria, en las tensiones que siempre hay en el Líbano y en el conflicto árabe-israelí. En Israel por ejemplo, todo varón druso está obligado a prestar tres años de servicio militar como cualquier otro ciudadano judío (exceptuando los miembros de grupos ortodoxos). Esta circunstancia ha puesto en una posición bastante incómoda a un pueblo que es eminentemente árabe y que precisamente por estar entre la espada y la pared (o entre el martillo y el yunque como suele decirse en estas latitudes), tiene con frecuencia problemas con sus vecinos musulmanes y cristianos. A pesar del rol ejercido por los drusos, muchos internacionalistas casi nunca los mencionan en sus análisis sobre el Medio Oriente. En efecto, valdría la pena estudiar un poco más las dinámicas de este pueblo.
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